lunes, 21 de enero de 2008

Sobre Educación y Nacionalismo

El pasado viernes 18 de enero pudimos disfrutar, en la sede de la agrupación, de la presencia de nuestro diputado Antonio Robles, que vino a hablarnos sobre la educación en manos del nacionalismo. Asistimos una treintena de personas, seguras de que la charla no tendría desperdicio, y no nos decepcionó.
Antonio Robles tuvo hace unas semanas una intervención sensacional en el Parlament, con ocasión de la discusión (frustrada desde hace tanto por la intransigencia nacionalista) sobre la iniciativa legislativa por una escuela bilingüe en Cataluña. Las intervenciones de Antonio ponen tan de los nervios a los portavoces de los partidos nacionalistas que le responden, que ellos mismos se desenmascaran y se les escapan frases que denotan su visión de la justicia y la democracia, de esas de las que uno, a la larga y cuando las cosas han cambiado, se arrepiente (y avergüenza) de haber dicho.
Antonio, en la charla, repasó el proceso que permitió, hace ya dos décadas, que los gobiernos nacionalistas de Pujol se hiciesen cargo de la educación de los niños en Cataluña para ponerla al servicio de la construcción nacional, olvidando la función principal de un sistema educativo, que es tener, simplemente, ciudadanos, no “ciudadanos catalanes”. Nos explicó cómo los gobiernos del Estado de la época permitieron ese desaguisado que desembocó en el sistema de inmersión lingüística obligatoria, ese tocomocho que se vende fuera como un modelo de integración, para quien se lo quiera creer.
Nos habló también del uso perverso que el nacionalismo hace de las palabras integración o cohesión para justificar que sólo unos padres tengan derecho a educar a sus hijos en la lengua oficial que quieren y otros no. También nos habló de las bases para la nueva Ley de Educación catalana, ironizando sobre el hecho de que se la considere “una Llei de País".
La charla de Antonio, que fue larga e interesante en todo momento, fue seguida por un montón de preguntas, a las que Antonio Robles casi no daba abasto a contestar, porque la sesión estaba tan animada que se generaban debates al vuelo. Alguien tuvo que apelar al piscolabis para que los asistentes recordasen que no estaban cenados, pero aún así, aunque ya con un vasito en la mano, Antonio siguió atendiendo a todo aquel que le preguntaba.

Gracias, Antonio, por venir, y sobre todo, por tu labor

viernes, 18 de enero de 2008

Sobre lenguas y libertades

18 enero 2008, ABC, Xavier Pericay

CUANDO apenas se cumplían cien días del comienzo de nuestra guerra civil, C_sar-August Jordana -escritor, traductor, corrector de estilo y abnegado propagandista de la causa catalanista y republicana- se felicitaba en el semanario «Mirador» de que cada vez fueran menos las voces dispuestas a combatir la enseñanza en catalán. Los tiempos habían cambiado, ciertamente. Y no sólo por el estado de guerra que afectaba a todo el país, sino porque este estado, en el caso concreto de Cataluña, había permitido a la Generalitat borrar de un plumazo el viejo sistema de enseñanza instaurado con la República -dos líneas independientes: una autonómica en catalán, otra estatal en castellano- y sustituirlo por un modelo unitario, basado en el derecho de todas las criaturas a ser escolarizadas en su lengua materna. La satisfacción de Jordana estaba, pues, más que justificada. Gracias al decreto que el presidente del Gobierno de Cataluña acababa de firmar, y a menos que las cosas volvieran a torcerse, en adelante ningún niño catalanohablante iba a verse obligado, por causa de fuerza mayor, a recibir la primera enseñanza en castellano.

En su edición de 22 de septiembre de 1936, «La Vanguardia» había recogido con todo detalle el decreto en cuestión. Merece la pena detenerse en él. Ya desde el mismo preámbulo, que arranca con estas palabras: «Ninguna convención puede justificar la violación de los derechos del niño, que encarna los derechos de la naturaleza. Entre esos derechos, el del niño a usar la propia lengua -la lengua en que ha nacido- es reconocido por todos y consagrado por las autoridades mundiales en los Congresos de Bilingüismo». Y si el preámbulo no tiene desperdicio, la parte correspondiente al articulado no le va a la zaga. Por ejemplo, en el punto primero, donde se lee: «La enseñanza pre-maternal, maternal y primaria en las escuelas de Cataluña, se hará basada en la lengua del niño, dividida en grupos en aquellas escuelas en que la matrícula lo permita. El maestro utilizará el idioma del niño allí donde la distribución en grupos no sea posible». O en el punto segundo, donde se insiste en que «es preciso no hacer nunca violencia en el alma del niño. La escuela en este punto será un reflejo de la calle, donde, generalmente, los dos idiomas oficiales conviven». O en el tercero, donde se indica que en cuanto «se vea que el niño está suficientemente formado en la propia lengua comenzará intensamente el aprendizaje de la segunda lengua, en catalán para los niños de habla castellana y en castellano para los de habla catalana».

Se trata, sin duda, de un decreto ejemplar. Cuando menos para la época. Dejemos ahora a un lado la visión romántica del lenguaje que impregna todo el texto y en especial el preámbulo -ese «nacer en una lengua» que recuerda en su irracionalidad el «vivir en una lengua» de las políticas lingüísticas contemporáneas-, y centrémonos en las disposiciones estrictamente pedagógicas. Estamos ante un modelo que garantiza, por una parte, el derecho del niño a ser escolarizado en su lengua materna y, por otra, el aprendizaje ulterior de la otra lengua hablada en la comunidad. Respeto, pues, a la «naturaleza lingüística» del educando -y a la voluntad de sus progenitores, que se supone concordante con esta naturaleza- y respeto a la legalidad, en la medida en que una y otra lengua eran entonces -como ahora- oficiales en Cataluña. Y todo ello en un tiempo en que la población catalanohablante era considerablemente superior a la castellanohablante y en que el Gobierno de la Generalitat no estaba ya obligado, por la situación de excepcionalidad creada por el golpe de Estado y la guerra civil consiguiente, a dar cuentas de nada a nadie.

Pues bien, al cabo de más de setenta años, con una población donde el número de catalanohablantes y el de castellanohablantes es más o menos parejo, con un régimen democrático felizmente vigente y con unas instituciones autonómicas que, hasta que no se disponga lo contrario, sí deben dar cuentas de sus actos, una iniciativa legislativa popular impulsada por Convivencia Cívica Catalana y encaminada a sustituir el actual modelo de inmersión lingüística en la llamada lengua propia -o sea, en catalán- por un modelo bilingüe basado en la enseñanza de la lengua materna ha sido rechazado por el voto de una inmensa mayoría de los representantes políticos de Cataluña. Ocurrió el pasado 19 de diciembre en el Parlamento autonómico. De 124 diputados presentes -la Cámara tiene 135-, únicamente 13 -pertenecientes todos al Partido Popular o a Ciutadans- votaron a favor de una propuesta de sistema educativo que en nada desmerece, ni en sus principios ni en su formulación, el que la Generalitat de Companys implantó en 1936 en la retaguardia republicana. Y no sólo eso. Durante el debate que precedió a la votación, una gran parte de los 111 diputados que votaron en contra, y entre ellos casi todos los miembros del Gobierno, abandonaron de forma ostentosa el salón de plenos, con lo que no sólo evidenciaron su desprecio hacia los impulsores de la iniciativa, sino también hacia los 50.000 ciudadanos que, con su firma, la habían hecho posible. Que la clase política catalana desprecie a sus representados no constituye ya, por desgracia, ninguna novedad. Es más, la desafección empieza a ser mutua, y buena prueba de ello son los altos índices de abstención de las últimas elecciones y referendos celebrados en la Comunidad. Pero que esta clase política rechace un modelo de enseñanza que siete décadas atrás había hecho, como reconocía C_sar-August Jordana, las delicias de sus antepasados -no olvidemos que el Gobierno de entonces, encabezado por Esquerra Republicana, agrupaba a todas las fuerzas de izquierda y nacionalistas-, y lo haga con el burdo pretexto de que fomenta la segregación; esto, aparte de un desprecio a los ciudadanos, es un insulto a la inteligencia. Y una agresión manifiesta a la libertad. Porque lo que subyace en esta iniciativa legislativa popular promovida por Convivencia Cívica Catalana -y lo que legitimaba, sin duda, el decreto que el Gobierno de la Generalitat promulgó en septiembre de 1936- no es otra cosa, al cabo, que el incuestionable derecho de todos los padres a elegir la lengua en que quieren que se eduque a sus hijos -siempre y cuando, por lo menos en el sistema público, dicha lengua tenga carácter oficial-.

En este sentido, la apelación a que el niño sea escolarizado en su lengua materna cabe entenderla como una variante de este ejercicio de la libertad. Y, por supuesto, así debería ser entendida también la apelación contraria; eso es, que unos padres deseen que su hijo reciba la primera enseñanza en una lengua distinta de la materna. El fundamento, en ambos casos, es la libertad. La libertad de elegir. O el derecho a decidir, por usar una expresión muy en boga en estos tiempos. Lástima que quienes la usan y la pasean, suplicantes, por las calles barcelonesas sean precisamente los mismos que niegan al conjunto de la sociedad catalana la posibilidad de ejercer, en relación con la educación de sus hijos, este mismo derecho. Será que, en lo tocante a la libertad, no las tienen todas consigo.

jueves, 10 de enero de 2008

Balanzas fiscales y nacionalismo carca

Izquierda liberal
Antonio Robles, Libertad Digital, 10 de enero de 2008

Balanzas fiscales y nacionalismo carca

Si permitimos que se llame solidaridad a lo que es una obligación legal, se podrá llegar a exigir, como pasa ahora, por parte de las comunidades más ricas, que esa solidaridad sea ésta o la otra.

Con los dineros del Estado, los nacionalistas cometen cuatro falacias. La primera es la más conocida, la de afirmar eso de que "España nos roba". La eterna cantinela catalanista. Esta matraca la hemos tenido que soportar durante años. Se suponía que Cataluña sólo aportaba al Estado y éste le devolvía una miseria. Mientras tanto, Madrid y el resto de España vivían a costa de los catalanes. Aunque parezca grosero, así se transmite y así se ha instalado en el inconsciente colectivo de millones de personas en Cataluña.

Tragado el sapo, ahora se disponen a explotarlo metabolizado en el dret a decidir (o sea, "derecho a decidir"). Este lema, inventado por los vascos para reivindicar la autodeterminación, ha sido adaptado por los catalanistas más independentistas con la chulería de quienes no necesitan dar razones ni cuentas a la ley. Pero con una sutil diferencia; mientras los vascos van de frente y exigen todo por el mero hecho de ser vascos, los nacionalistas catalanes lo empiezan a utilizar como señuelo para camelar el descontento social por las infraestructuras y montar manifestaciones con el "derecho a decidir". Ese será el lema de la del sábado en Barcelona. Y allí estarán todos los nacionalistas, más todos los que se crean que asistiendo a la manifestación estarán pidiendo decidir sobre las infraestructuras.

Es un error doble: el de confundir cualquier descontento provocado por una mala gestión con la forma del Estado (¿habremos de pedir la devolución de la seguridad al Estado porque la Generalitat la esté gestionando mal?) y el caer en la misma trampa de la transición. Y es que entonces, aprovechándose del rechazo generalizado al franquismo, el catalanismo abanderó las reivindicaciones nacionales como si fueran la antítesis democrática al régimen y, en una década, convirtieron las organizaciones políticas y sindicales en lacayos de una de las ideas más rancias del siglo XIX: el nacionalismo. En Cataluña no conocemos otro gobierno desde entonces.

Pues bien, con la publicación de las balanzas fiscales realizado por el BBVA, la falacia se desvanece: Madrid paga el doble que Cataluña; o sea, cada madrileño aporta 3.247 € a la caja común del Estado, frente a los 1.489 € que paga cada catalán, datos que corresponden al quinquenio económico 2001-2005.

La segunda falacia es el empeño de los nacionalistas en dar carácter de sujeto jurídico a lo que sólo es una realidad de geografía física (las regiones) o política (las comunidades autónomas) en cuestiones fiscales. Quienes pagan los impuestos son las personas físicas, y todas pagan exactamente lo mismo en cualquier lugar de España, dependiendo de su renta personal. Así, un catalán que gane 50.000 euros al año pagará exactamente igual que un madrileño, un gallego o un murciano que gane esa misma cantidad. No es, por tanto, su comunidad quien paga sus impuestos, sino cada uno de ellos, y por eso pagarán más las comunidades que tengan un mayor número de ciudadanos con rentas elevadas y afincadas muchas y grandes empresas. Es el caso de Madrid, Cataluña, Baleares y la Comunidad Valenciana, que son contribuyentes netas a la solidaridad interterritorial.

Hay en esta confusión un enorme error: España es una nación de ciudadanos concretos, libres, con iguales derechos y deberes; no un conjunto de comunidades cuyo imaginario sujeto jurídico suplanta esos derechos individuales.

La tercera falacia es que para definir la contribución de las comunidades al Estado para que éste distribuya dicha renta en función de las necesidades de cada una de ellas se ha impuesto el concepto de solidaridad. De ahí nacen todos los agravios. No es solidaridad, es justicia distributiva. No se trata de que unos se apiaden de otros, sino de que el Estado por el poder que le confieren las leyes distribuya esa riqueza recaudada de forma equitativa entre todos los españoles. De la misma manera que una empresa o un ciudadano individual no puede disponer ser solidario con el dinero que ha de aportar a Hacienda porque es una obligación legal hacerlo, no lo son las comunidades que, además, no aportan nada.

Si permitimos que se llame solidaridad a lo que es una obligación legal, se podrá llegar a exigir, como pasa ahora, por parte de las comunidades más ricas, que esa solidaridad sea ésta o la otra. Si hablamos de justicia distributiva, serán los responsables políticos de cada momento y las reglas legales que nos hemos otorgado entre todos los que decidan donde y en qué cantidad deben ir los dineros de todos.

Pero la cuarta falacia es la peor. Si la propaganda nacionalista hubiera tenido razón, es decir, si las balanzas fiscales concluyeran que era Cataluña la que más pagaba, no cambiaría nada. Porque de la misma manera que un rico paga más que un pobre y eso no le da derecho a exigir al Estado que sus calles estén mejor asfaltadas, las regiones económicas que más producen han de pagar, pero no por eso pueden exigir gestionar el montante total de lo que pagan. Porque si así fuera, todos los ricos querrían gestionar sus impuestos, es decir, ninguno pagaría nada, porque la gestión de lo que pagasen repercutiría de nuevo sólo en ellos. ¿Quién pagaría entonces la seguridad social de todos, el colegio público, los transportes, las carreteras, las fuerzas armadas etc.? Simplemente no habría Estado.

Si se fijan, ni las políticas más conservadoras de la derecha más rancia se atreverían hoy a defender ese egoísmo fiscal. Y sin embargo, hoy, en España, el Partido Socialista de Cataluña, ERC, CiU e ICV, defienden esa política fiscal: quieren gestionar "sus" impuestos. Quieren tener "derecho a decidir" sobre todas las rentas que son de todos los ciudadanos españoles. Lo que nadie se atrevería a exigir como persona individual, lo exigen como nación. Nunca un argumento había definido tan nítidamente lo que es un comportamiento ideológico carca.

A propósito, un día u otro habrán de desaparecer esas antiguallas medievales llamados Fueros. Con perdón.